CHICHICASTENANGO (GUATEMALA).- Revise cualquier tipo de publicidad sobre Guatemala. Verá sus maravillosos templos mayas de Tikal, su increíble lago de Atitlán, sus mercados coloridos de Chichicastenango, las callejuelas rectilíneas de Antigua, la vieja capital colonial destruida por un terremoto. Y, sobre todo, verá deslumbrantes retratos de indígenas o escenas pintorescas y costumbristas de gran candencia y equilibrio que parecieran sacadas de un mundo ideal. Pero todo es pura ficción. El color impide ver la cara oculta de una sociedad golpeada por el dolor, el olvido y el racismo más descarnado.
Un niño ante murales de origen maya en Chichicastenango.
Siempre he pensado que Guatemala es, junto con Perú, uno de los países con los niveles de racismo más altos del mundo. No ha habido un apartheid oficial, pero los blancos 'de raza aria', que algunos llaman 'los hijos de las 50 putas' (en recuerdo de las prostitutas españolas enviadas desde la metrópoli para calmar las atolondradas ansias sexuales de los conquistadores, empecinados en violar con saña a las indígenas) lo ejercen cada día.
Hace 25 años visité por primera vez Guatemala. En un cuarto de siglo muchos países cambian radicalmente. Mejoran sus niveles de escolarización y asistencia sanitaria, crece la renta per cápìta de los sectores más desfavorecidos, asumen proyectos de gran importancia estratégica para el conjunto de la sociedad.
Menos Guatemala. Sí, hay algunas carreteras mejor asfaltadas y más escuelas de educación primaria en las aldeas. Así los niños se pueden integrar en la dura supervivencia diaria sabiendo sumar y leer a un nivel básico. Sí, puede que la mortalidad infantil haya descendido unas décimas. Sí, algunos hijos de indígenas consiguen llegar a la universidad después de hacer un esfuerzo titánico. Pero los explotados, que aquí es sinónimo de indígenas, siguen siendo pobres de solemnidad.
De aquella primera visita nunca olvidaré los 70 kilómetros que hay entre la frontera mexicana y Huehuetenango porque fuimos obligados a descender del vehículo una docena de veces. Diferentes tipos de policía, soldados regulares, fuerzas especiales, paracaidistas y los temibles kaibiles observaron con detenimiento nuestra documentación y revisaron nuestros equipajes al milímetro.
El recibimiento no pudo ser más espantoso. Los militares gobernaban con mano dura. Los genocidas se paseaban a cara descubierta y sus planes de terror se aplicaban en cada esquina del país.
Unos indígenas rezan en Santiago de Atitlán.
Al día siguiente de mi llegada a la capital un cadáver decapitado yacía enfrente del hotel donde me alojaba. La cosecha macabra de terror de cada noche se exponía públicamente a primera hora del día. Miles de niños vagaban de un lado a otro de la ciudad e intentaban esconderse de las mafias policiales que los perseguían, los violaban y los asesinaban como si la muerte fuese una reina emboscada. Nunca olvidaré los retratos de unos niños muertos a los que habían vaciado las órbitas oculares.
Confieso que no me atreví a ejercer de periodista en este país. Semanas después me di de bruces con la guerra civil en El Salvador o el conflicto armado de Nicaragua. Aunque los niveles de violencia eran muy elevados, la piedad aparecía de vez en cuando. Pero en Guatemala el miedo presidía la vida cotidiana y muchas personas que conocí estaban amarradas a él como si fuera un tumor.
Aunque ya no hay una guerra abierta como en los años 80 y los 90, la violencia cotidiana impide transitar con tranquilidad. Algunos genocidas viven como parlamentarios, parapetados en sillones señoriales que les otorgan inmunidad ante los jueces. Las vidas ejemplares de decenas de activistas de derechos humanos permiten mantener la esperanza, pero la impunidad puebla las relaciones sociales y canaliza las más terribles fechorías a precio de saldo. Matar es tan fácil y tan barato como golpear un balón en un patio escolar.
Imagen de la vida cotidiana en Chichicastenango.
Sí, la retórica publicitaria utiliza a los indígenas como material turístico, pero sus lenguas se mueren lentamente ante la pasividad del Estado. Aquí sólo prevalece la lengua de los colonizadores.
Los 23 idiomas de Guatemala (21 lenguas de origen mayas, el xinca y el garífuna) "se encuentran en estado de vulnerabilidad y corren riesgo de diluirse en el tiempo", tal como se anunciaba este domingo en el diario Prensa Libre en base a un informe de la Unesco sobre el Mapa Mundial de las Lenguas en Peligro.
El Estado embrutecido por 'los descendientes de las 50 putas' desprotege sus idiomas autóctonos y permite la extinción de lenguas centenarias. Ojalá los responsables fueran simplemente unos incompetentes. Sería menos doloroso. Pero lo hacen por las mismas razones que han usado por los siglos de los siglos para no transigir con los habitantes originales: por los espantosos niveles de racismo y degradación humana que condicionan su visión de la cotidianeidad guatemalteca.
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